En la solemnidad de la Misa Crismal, celebrada en la Catedral de Mar del Plata, Monseñor Giobando SJ les recordó a los sacerdotes de toda la diócesis, la importancia de la unción del Espíritu Santo en sus vidas como ministros de la Iglesia. En este encuentro litúrgico, renovaron las promesas sacerdotales y se consagró los Óleos Santos, destinados a ungir al Pueblo de Dios en su caminar espiritual.
En su homilía, el administrador apostólico de Mar del Plata destacó que "el Evangelio nos revela que Jesús fue enviado a llevar la Buena Nueva a los pobres, a sanar los corazones heridos y a proclamar la liberación a los cautivos." En esta Misa Crismal, Monseñor Giobando nos ha exhortado a seguir este mismo mandato, a ser instrumentos de la misericordia y el amor de Dios en un mundo que tanto lo necesita."Ser presencia, Señor, es hablar de Ti sin nombrarte; callar cuando es preciso que el gesto reemplace la palabra."
En esta, su primera celebración crismal en la diócesis, Monseñor Giobando SJ citó en su homilía a las enseñanzas del Papa Francisco sobre la intensidad y la profundidad de la oración de Jesús en los momentos más cruciales de su vida terrenal.
"Cada uno de nosotros puede decir: 'Jesús, en la cruz, ha rezado por mí'. Ha rezado. Jesús puede decir a cada uno de nosotros: 'He rezado por ti, en la Última Cena y en el madero de la Cruz'."
En estos tiempos de incertidumbre y desafíos, Monseñor Giobando SJ nos alienta a fortalecer nuestra vida de oración, recordando que nunca estamos solos. Jesús, nuestro Buen Pastor resucitado, sigue intercediendo por nosotros ante el Padre, acompañándonos en cada paso del camino.
"Ser presencia, Señor, es saber esperar Tu tiempo sin apresuramientos y con calma. Es dar serenidad con una paz muy honda."
Visiblemente emocionado al mencionarlo, el administrador apostólico de la diócesis recordó el legado del Beato Cardenal Eduardo Francisco Pironio, que inspira a ser auténticos testigos de la presencia viva de Cristo en medio de nuestro prójimo.
"Es, en fin, Señor, ser caminante en el camino poblado de hermanos, gritando en silencio que estás vivo y que nos tienes tomados de la mano."
Homilía completa de Mons. Giobando en la misa Crismal
Misa Crismal, Mar del Plata 26 de marzo de 2024
“El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha consagrado por la
unción. Él me envió a llevar la Buena Noticia a los pobres…” (Lc. 4, 18
cfr. Is. 61, 1).
El Espíritu Santo es quien
congrega a la Iglesia de Dios, como hoy estamos reunidos en la Catedral de Mar
del Plata para celebrar la Misa Crismal, donde renovaremos como ministros
nuestras promesas dichas en el día de nuestra ordenación: hemos sido consagrados
por la unción, por ello consagraremos los óleos santos, que serán destinados
para ungir al Pueblo de Dios. El óleo Santo para fortalecer y liberar, el Santo
Crisma para la unción real en el servicio humilde a ejemplo de Jesucristo, sumo
y eterno sacerdote. El óleo de los enfermos para llevar alivio y consuelo a
quienes sufren la enfermedad.
También somos enviados a llevar
la Buena Noticia, el anuncio de la liberación que nos trae Jesús, en primer lugar,
a los pobres, pobres de corazón y pobres materiales que nadie atiende, como
buenos samaritanos. También somos enviados a “sanar los corazones heridos, a
proclamar la liberación a los cautivos y la libertad a los prisioneros, a
proclamar un año de gracia del Señor” (Lc. 4, 18-19).
En esta Misa Crismal, mi primera
misa Crismal que presido con ustedes, quisiera detenerme en la oración
sacerdotal de Jesús, elevada al Padre en el contexto de la institución de la
Eucaristía, en el huerto de Getsemaní y en la cruz. Como nos enseña el Papa
Francisco es la oración pascual del
Señor por nosotros. Quiero compartir con ustedes la catequesis del Papa
Francisco acerca de esta oración de Jesús, en el contexto de este año de
oración preparándonos para el próximo jubileo del año 2025.
Los Evangelios testimonian cómo la oración de Jesús se hizo
todavía más intensa y frecuente en la hora de su pasión y muerte. Estos sucesos
culminantes de su vida constituyen el núcleo central de la predicación
cristiana: esas últimas horas vividas por Jesús en Jerusalén son el corazón del
Evangelio no solo porque a esta narración los evangelistas reservan, en
proporción, un espacio mayor, sino también porque el evento de la muerte y
resurrección —como un rayo— arroja luz sobre todo el resto de la historia de
Jesús. Él no fue un filántropo que se hizo cargo de los sufrimientos y de las
enfermedades humanas: fue y es mucho más. En Él no hay solamente bondad: hay
algo más, está la salvación, y no una salvación episódica – la que me salva de
una enfermedad o de un momento de desánimo – sino la salvación total, la
mesiánica, la que hace esperar en la victoria definitiva de la vida sobre la
muerte.
En los días de su última Pascua, encontramos por tanto a Jesús,
plenamente inmerso en la oración.
Él reza de forma dramática en el huerto de Getsemaní —lo hemos
escuchado—, asaltado por una angustia mortal. Sin embargo, Jesús, precisamente
en ese momento, se dirige a Dios llamándolo “Abbà”, Papá (cfr. Mc 14,36).
Esta palabra aramea —que era la lengua de Jesús— expresa intimidad, expresa
confianza. Precisamente cuando siente la oscuridad que lo rodea, Jesús la
atraviesa con esa pequeña palabra: Abbà,
Papá.
Jesús reza también en la cruz, envuelto en tinieblas por el
silencio de Dios. Y sin embargo en sus labios surge una vez más la palabra
“Padre”. Es la oración más audaz, porque en la cruz Jesús es el intercesor
absoluto: reza por los otros, reza por todos, también por aquellos que lo
condenan, sin que nadie, excepto un pobre malhechor, se ponga de su lado. Todos
estaban contra Él o indiferentes, solamente ese malhechor reconoce el poder.
«Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34). En medio del drama, en el dolor atroz del alma y
del cuerpo, Jesús reza con las palabras de los salmos; con los pobres del
mundo, especialmente con los olvidados por todos, pronuncia las palabras
trágicas del salmo 22: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (v.
2): Él sentía el abandono y rezaba. En la cruz se cumple el don del Padre, que
ofrece el amor, es decir se cumple nuestra salvación. Y también, una vez, lo
llama “Dios mío”, “Padre, en tus manos pongo mi espíritu”: es decir, todo, todo
es oración, en las tres horas de la Cruz.
Por tanto, Jesús reza en las horas decisivas de la pasión y de la
muerte. Y con la resurrección el Padre responderá a la oración. La oración de
Jesús es intensa, la oración de Jesús es única y se convierte también en el
modelo de nuestra oración. Jesús ha rezado por todos, ha rezado también por mí,
por cada uno de vosotros. Cada uno de nosotros puede decir: “Jesús, en la cruz,
ha rezado por mí”. Ha rezado. Jesús puede decir a cada uno de nosotros: “He
rezado por ti, en la Última Cena y en el madero de la Cruz”. Incluso en el más
doloroso de nuestros sufrimientos, nunca estamos solos. La oración de Jesús
está con nosotros. “Y ahora, padre, aquí, nosotros que estamos escuchando esto,
¿Jesús reza por nosotros?”. Sí, sigue rezando para que Su palabra nos ayude a
ir adelante. Pero rezar y recordar que Él reza por nosotros.
Y esto me parece lo más bonito para recordar. Esta es la última
catequesis de este ciclo sobre la oración: recordar la gracia de que nosotros
no solamente rezamos, sino que, por así decir, hemos sido “rezados”, ya somos
acogidos en el diálogo de Jesús con el Padre, en la comunión del Espíritu
Santo. Jesús reza por mí: cada uno de nosotros puede poner esto en el corazón,
no hay que olvidarlo. También en los peores momentos. Somos ya acogidos en el
diálogo de Jesús con el Padre en la comunión del Espíritu Santo. Hemos sido
queridos en Cristo Jesús, y también en la hora de la pasión, muerte y
resurrección todo ha sido ofrecido por nosotros. Y entonces, con la oración y
con la vida, no nos queda más que tener valentía, esperanza y con esta valentía
y esperanza sentir fuerte la oración de Jesús e ir adelante: que nuestra vida
sea un dar gloria a Dios conscientes de que Él reza por mí al Padre, que Jesús
reza por mí. (Papa Francisco, 16 de junio de 2021).
Cuando llegué a Mar del Plata le pedí a los sacerdotes
y diáconos que rezáramos, un poco más de lo que rezamos habitualmente, porque
es el Señor quién guía esta barca, en medio de las tormentas y una vez calmada
nos invita a navegar mar adentro y echar las redes, como lo representan los dos
frontis del altar mayor de nuestra catedral. Confiemos en Jesús, él es nuestro
Buen Pastor resucitado.
Hace un poco más de tres meses celebramos con alegría
la beatificación del Cardenal Eduardo Francisco Pironio, quien fuera obispo de
esta Iglesia diocesana. Quisiera terminar esta reflexión con una oración
compuesta por nuestro Beato, así llamada “Ser presencia” que cantamos el día de
su beatificación en Luján. Ser presencia es expandir el buen aroma de Jesús, su
fragancia en medio de nosotros, como el perfume del Santo Crisma que vamos a
consagrar:
“Ser Presencia” (Beato Carde. Eduardo Pironio)
Ser presencia, Señor, es hablar
de Ti sin nombrarte; callar cuando es preciso que el gesto reemplace la
palabra. Ser luz que ilumina el lenguaje del silencio y voz, que, surgiendo de
la vida, no habla.
Es decirle a los demás que
estamos cerca, aunque sea grande la distancia que separa. Es intuir la
esperanza de los otros y simplemente, llenarla. Es sufrir con el que sufre y
desde dentro, mostrarle que Dios cura nuestras llagas. Es reír con el que ríe y
alegrarse del gozo del hermano porque ama.
Es gritar con la fuerza del
Espíritu la verdad que desde Dios siempre nos salva. Es vivir expuestos y sin
armas, confiando ciegamente en Tu Palabra. Es llevar el "desierto" a
los hermanos, compartir Tu Misterio y decirles que los amas.
Es saber escuchar Tu lenguaje en
silencio. Y "ver" por ellos cuando la Fe pareciera que se apaga.
"Ser presencia", Señor, es saber esperar Tu tiempo sin
apresuramientos y con calma.
Es dar serenidad con una paz muy
honda. Es vivir la tensión del desconcierto en una Iglesia que, porque crece,
cambia. Es abrirse a los "signos de los tiempos" manteniéndose fiel a
Tu Palabra.
Es, en fin, Señor, ser caminante
en el camino poblado de hermanos, gritando en silencio que estás vivo y que nos
tienes tomados de la mano. Amén, que así sea.